Curanderos de Cajabamba

Antiguamente nuestra tierra contaba con un medico, nombrado como titular para Cajabamba y Huamachuco, el cual no se abastecía para curar a ambas ciudades.

Dada la escasez de cultura por la falta de colegios, radio, televisión, bibliotecas, y otros medios de información cultural, emergió la creencia en los “curanderos”; personajes empíricos que se atrevieron a recetar y curar a su manera, basándose en la farmacopea y en las bondades de determinados animales y vegetales, así como también de las recomendaciones que se transmitían de boca en boca con determinadas experiencias para curar tal o cual enfermedad. Dentro de estos personajes inmersos en la medicina folklórica, tenemos:

- Don Julio Arroyo, quien aparte de ser peluquero y administrador - en días domingos y feriados- de un rústico coliseo de gallos, practicó en mucha gente sus empíricos conocimientos, frente a los males que azotaban a la colectividad cajabambina de antaño.

Curaba según los males, dando al paciente baños de agua fría en un perol, otras veces, en el mismo depósito hervían ramas diversas, quitaba el perol del fogón y cuando aún estaba humeante hacía sentar allí a su paciente. Para el ojeo o “mal de ojo” en los niños, sobaba todo el cuerpo con un huevo de gallina; utilizaba también tomas de yerbas diversas, algunas muy amargas, habiendo escuchado decir que preparaba cucharadas, emplastos y gargarismos, en fin, todo a su manera e interpretación según los males. Los honorarios eran cobrados según la condición económica del paciente.

En cierta ocasión llegó a recetar ampollas, siempre a su manera. Lo grave de esto era la irresponsabilidad de los boticarios de aquel entonces que despachaban sin receta médica.

Don Eleodoro Vázquez, curandero que vivió a inmediaciones de la plazuela “El Recreo” en la Alameda Florida. Para su enano criterio, creía que podía competir o ser tan igual que el médico titular de aquel entonces, doctor Pedro Melgar.

Cierta vez, se atrevió atender un parto que muchos curanderos calificaron el caso de “muy difícil”. Efectivamente, así será, pero de todas maneras aceptó, dando diversas tomas de brebajes a la paciente, como ruda bien hervida, medio vaso de pisco con media cucharada de pimienta molida, entre otros. Como el caso se ponía cada vez más difícil, más desesperante para la parturienta, don Eleodoro, para no quedar mal con el “qué dirán” del pueblo, tuvo la barbaridad de decir que la criatura por nacer “se había metido por entre la pierna de la madre”…!Cómo eran aquellos tiempos!. Felizmente, frente al caso expuesto, fue la intervención del doctor Melgar, quien con los recursos de la ciencia puso a salvo a madre y bebé.

Años más tarde, se yerguen curanderos dignos de recordación, pues conocieron de la profilaxis, de la esterilización de instrumentos quirúrgicos, supieron practicar suturas con la seda aguja hipodérmica y el hilo respectivo, usaron el blanco mandil, recetaron las tradicionales cucharadas “una cada dos horas”, recetaron purgantes, supieron preparar frotaciones, como las “pomada del soldado” para los casos de ladillas, en base a mentholatum y pólvora; con el tiempo, con el tiempo llegaron a laborar en el hospital local como enfermos.

Si tenemos que destacar alguno, muy gustosamente mencionamos a Isaías Gutiérrez Calderón, El Jaquecito, excelente partero con mucha práctica y mucha experiencia: con gran seguridad indicaba a la mujer embarazada si va hacer hombre o mujer el ser que espera. El personaje en nuestro recuerdo, fue aprovechado alumno en las prácticas diarias de los docentes Emilio Gonzales Astete y Manuel B. Arévalo Ruíz. Isaías Gutiérrez curaba con productos propios de la farmacología; en las farmacias aceptaban sus recetas porque conocían de su capacidad. Fue muy querido por todos, razón por la cual tuvo muchos compadres, en el campo o en la ciudad, en mérito a sus exitosas intervenciones como partero.

Dentro del campo de la curandería, no quisiera dejar de lado a los hueseros cajabambinos, personas muy expertas en todo tipo de luxaciones, fracturas, desarticulaciones óseas y rotura de huesos. Estas personas, sin tener los conocimientos profundos en Osteología y Miología, sanaron exitosamente a muchas personas de toda edad y condición social con sus hábiles manos usando el brasero, el sebo del oso, el sebo de la culebra, la belladona y otros productos. Mencionamos en primera estancia a un caballero serio muy amable y cariñoso, trataba a sus pacientes con expresiones muy tiernas, levantaba el ánimo al accidentad, y al poner las manos para su atención todo era bondad y un trato extremadamente humano; nos referimos, bajo el palio del respeto y el recuerdo, al señor Manuel Castillo Calderón. Posteriormente se yerguen otros connotados hueseros como Deogracias Rodríguez Urquiza, el “cojito” Zoilo Urquiza, y no estaría bien dejar de lado a la achacosa viejecita Manuelita Chíquez.

Volviendo a los males de la salud, evocamos a un caballero que poco le faltó para optar su título de médico. Quien no conoció al tratado comúnmente por el pueblo como el “doctor” José Urrunaga Díaz; persona culta, amable y amena que recetaba en debida forma. Sus pacientes lo seguían hasta el colegio José Gálvez donde laboraba como regente. A las personas pobres no les cobraba y a otros les decía, sonriente: “dame lo que quieras…”

Queremos finalizar este acápite, recordando a otras personas que curaron con ciencia; nos referimos a don Pedro Nolasco Gálvez Cabrera, Alberto Herrera Jáuregui, Antonio Llave Juárez, Mercedes Llaque, a los químicos farmacéuticos Manuel Humberto Alcalde Llerena y Pedro Grijalba García, entre otros.

Fuente: "Rostro de las Tardes" - Luis Eslava Iparraguirre

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